Sospecho que mi destino siempre fue perseguir fantasmas olvidados a través de sinuosos senderos de risas y desesperación, senderos que me invitan a seguir sin pensar, siempre descalzo, siempre sonriendo, siempre vencido, nunca vencedor, llegando al punto en el que no logro recordar si el fantasma que quiero es parte del sueño o del soñador.
En cada esquina un fracaso, en cada cruce una mala elección, en cada vuelta una nueva ilusión de poder encontrar esa estrella que me invite a contemplar en silencio el brillo en la soledad de su viaje sin rumbo por los cielos oscuros de la eternidad, estrella dorada que anhela el fuego del amanecer.
Las verdes praderas han quedado atrás, nuevos bosques siniestros reclaman su despertar, bosques que al costado del camino ocultan la mirada asesina del tigre, su presencia es incierta como la vida del último ruiseñor que deposita en su canto la esperanza de hallar el fruto prohibido que pueda limpiar la herida maldita que desangra la razón.
Y a pesar de todo, he de seguir esquivando el atajo que me libra del peso de tener que soportar la carga cruel de los recuerdos y fantasías que susurran las hadas en forma de frías melodías de un mundo inventado por la tierna locura que habita en mi ser, hermosa locura que me obliga a seguir siempre cantando, siempre bailando, siempre aguantando, nunca olvidando.